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La Economía del Cuidar y del Compartir

febrero 9, 2012

Por Dwight R. Lee, Profesor de Economía en la Southern Methodist University.*

Dwight R. Lee

If we were to apply the unmodified, uncurbed rules of the micro-cosmos (i.e., of the small band or troop, or say our families) to the macro-cosmos (our wider civilization), as our instincts and sentimental yearnings often make us wish to do, we would destroy it. Yet if we were always to apply rules of the extended order to our more intimate groupings, we would crush them.

—F. A. Hayek, The Fatal Conceit: The Errors of Socialism

La creencia ampliamente difundida de que los mercados son inmorales es la principal razón de que sean tan pobremente entendidos y tan poco valorados. Esta creencia no es fácil de erradicar. El problema fundamental reside en que nuestro sentido instintivo de la moralidad, que denominaré la “moral magnánima” (la moralidad del cuidado por el otro y del compartir), hace que sea fácil ver a los mercados como imperfectos o moralmente cuestionables. Además, la explicación que los economistas suelen ofrecer para lo que ellos consideran como la mayor ventaja de la economía de mercado, no hace más que reforzar esta instintiva tendencia a considerarlos como algo inmoral. A menos que los economistas reconozcan la fuente de esta hostilidad y sepan identificar que se apoya en un tipo de moralidad digno de consideración –aunque un tipo de moral no fundamental para el buen desarrollo de los mercados– habrá escaso progreso en superar el actual prejuicio por el que los mercados son vistos como algo inmoral. Esto sería de lamentar ya que existen sólidos argumentos para afirmar el carácter moral de los mercados.

Los mercados se fundamentan en un tipo de moralidad que denominaré “moral de mercado”, que es la que contribuye a que nuestras acciones se orienten en un marco global de mutua asistencia, y que pareciera ser fruto de la moralidad magnánima aunque, de hecho, nunca podría ser alcanzada por ese tipo de moralidad. Dado que la moralidad de mercado carece del atractivo natural propio de la moral magnánima, los intentos por crear un orden económico más moral mediante la sustitución de la moralidad de mercado por la moralidad magnánima gozan de amplio apoyo. Estos intentos inevitablemente erosionan los beneficios que ofrecen ambos tipos de moralidad y terminan, finalmente, por erosionar el genuino carácter moral de la economía.

Si bien existe una mutua complementación entre ambos tipos de moralidad en la tarea de contribuir a un orden social moral –este mutuo enriquecimiento sólo resulta posible en la medida en que cada una de estas esferas de moralidad se aplique a su propio ámbito, en el contexto global de la acción humana.

La moralidad magnánima del cuidado y del compartir

Entendemos intuitivamente que la moralidad es el cuidado personal y la ayuda compartida con otros. Este tipo de moralidad se puede definir, brevemente, como aquella que cumple tres condiciones: 1) que se ayude a otros intencionadamente, 2) que esa ayuda sea hecha a costa de un sacrificio personal, 3) que esa ayuda sea otorgada a individuos y grupos que son identificables. Un comportamiento que cumple con estos tres requisitos es claramente beneficioso para el bienestar de los pequeños grupos en los que los miembros se encuentran en contacto personal, y donde se tiene mutuamente conocimiento de las circunstancias y preocupaciones de cada uno de los agentes implicados. Hemos pasado la mayor parte de nuestra historia evolutiva en pequeños grupos de tribus cazadoras/recolectoras que cumplen con estos requisitos. De modo que una fuerte afinidad por la moral de la magnanimidad está arraigada en nuestra estructura emocional. Su presencia o ausencia tiene efectos predecibles en nuestra forma de comprender el comportamiento y los acuerdos sociales.

La perdurable popularidad del cuento de Charles Dickens, A Christmas Carol, publicado en 1843, ilustra el atractivo emocional que supone el cuidado, la ayuda y el compartir a expensas del sacrificio personal, con personas que conocemos. El personaje Ebenezer Scrooge es presentado como “un viejo avaro y pecador, que extorsionaba, tergiversaba, usurpaba, rebañaba, y acumulaba” todo cuanto podía, sin atender al bienestar de su empleado, Bob Cratchit, el de su propia familia o el de cualquier otra persona. Pero después del encuentro de Scrooge con el fantasma de un antiguo socio suyo junto a tres espíritus de la navidad, sufre una transformación moral. Finalmente Scrooge encuentra la verdadera felicidad en pagar por la asistencia médica de Tyny Tim, el hijo minusválido de Bob Cratchit, en aumentar el salario de Bob y, más ampliamente, en utilizar su propia riqueza para el beneficio de los demás.

El atractivo de la moral de la magnanimdad tiene pleno significado y resulta comprensible. Las relaciones que tenemos con la familia y amigos se apoyan en ella, y son las que ofrecen nuestra mayor alegría y los momentos de mayor satisfacción y sentido. Se debe destacar que la moralidad de la magnanimidad no es contraria al modo de actuar propio de la economía de mercado. El éxito en los intercambios y transacciones en el mercado depende de la capacidad de ser considerados y atentos a las necesidades e intereses de los demás. Y esta especial sensibilidad parece extenderse más allá de las estrictas transacciones en el mercado. Apoyados en la evidencia empírica provista en una investigación realizada sobre un amplio número de países con distintos niveles de integración en la economía global de mercado, Her Gintis concluye que “las sociedades que presentan instituciones de mercado consolidadas desarrollan una cultura de cooperación, justicia y respeto por el individuo más sólida” (citado en Matt Ridley, The Rational Optimist).

Se debe admitir, sin embargo, que el funcionamiento propio de una economía de mercado no se asentaría primariamente sobre la moral de la magnanimidad. En efecto, la moralidad de la que los mercados dependen primordialmente suele ser concebida como una moralidad que rechaza el ideal de la magnanimidad. Además, el método utilizado por la mayoría de los economistas alienta esta (errónea) percepción y, por consiguiente, fortalece la hostilidad instintiva que tanta gente siente contra los mercados.

La moralidad del mercado

La moralidad del mercado es más bien modesta y con un atractivo emocional casi nulo. De hecho, la acción en el mercado apenas si merece ser llamada “moral”. De hecho, frecuentemente es considerada como inmoral. Esta moralidad podría ser definida como aquella que sigue las reglas y normas generales del intercambio en el mercado, tales como, el respeto a los derechos de propiedad, el cumplimiento de las obligaciones contractuales, el no dañar a otros violando sus legítimos derechos y expectativas, mediante el recurso a la fuerza o el fraude. La moral del mercado puede ser alcanzada, de acuerdo con Adam Smith en La teoría de los sentimientos morales (The Theory of Moral Sentiments) “con permanecer tranquilamente sentado y no hacer nada”. Además, mientras los mercados recompensan la amabilidad y el cuidado en el trato hacia aquellos con quienes se realizan intercambios personalizados, la gran mayoría de los intercambios de los que nos beneficiamos resultan ser impersonales; en efecto, nosotros no conocemos ni nos preocupamos por el destino de aquellos que están del otro lado del intercambio.

Dado que estos intercambios impersonales generan enormes beneficios, fruto de los resultados que se producen sin una dirección deliberada de ellos, la gente presta poca atención a esos beneficios o a la moralidad del mercado del que dependen. Obviamente, la gente reflexiona sobre el sentido que tienen los mercados, pero cuando lo hacen casi no prestan atención a los beneficios que se reciben, como consecuencia de la existencia del mercado. En realidad, la mayor parte de las veces la gente reflexiona sobre el sentido de los mercados cuando sufre las consecuencias de la presunta “lógica del mercado” –es decir, los requisitos que se imponen en la gente, como por ejemplo, la tasa de retorno por ingresos– que hace posible la existencia de beneficios. Pocas personas conectan la existencia de esa lógica o disciplina del mercado, con los beneficios mucho mayores que se obtienen fruto de esa disciplina; sobre todo cuando vemos a otros obtener recompensas fruto de esa lógica y que sería la que, al mismo tiempo, nos estaría llevando a nosotros, aparentemente, a una situación mucho peor. Bajo estas circunstancias, es fácil concluir que la codicia de los demás se impone innecesariamente sobre nosotros. Qué fácil es creer, además, que debe haber algún elemento de inmoralidad en un sistema económico que no sólo tolera la avaricia sino que incluso la recompensa.

Cuando los economistas defienden lo que ellos consideran la característica más valiosa de la institución de mercado, apelan al auxilio de Adam Smith pero lo hacen de un modo que terminan por reforzar el prejuicio ampliamente extendido de que los mercados no es que sean inmorales sino que carecen propiamente de moralidad. En realidad, Smith comprendió y aprobó la moralidad de la magnanimidad, como cualquier lector de su primera obra, La teoría de los sentimientos morales (The Theory of Moral Sentiments), puede observar. Pero la persona que sólo conociera al Smith del argumento en favor de la acción de la “mano invisible” en los mercados, tal como aparece en La riqueza de las naciones (The Wealth of Nations), no sería capaz de comprender esto. La ventaja que generan los mercados, para Adam Smith, reside en que mediante la búsqueda del propio interés en el mercado, las personas –de modo no intencionado– hacen más por promover el interés público (el interés de nadie en particular) que si hubieran tenido la intención explícita de hacerlo. Este argumento ignora lo que se necesita para la moralidad de la magnanimidad, y el modo en que los economistas presentan el argumento hace que sea fácil que la gente concluya, erróneamente, que la lógica del mercado exige excluir la moral del cuidar y del compartir, en la que se basan nuestras relaciones personales.

No estoy proponiendo que los economistas descarten la explicación de la mano invisible para describir el mercado. Sin embargo, para defender la moralidad de los mercados, los economistas deberían reconocer la tendencia de las personas a no tener en cuenta los beneficios que ofrece el mercado dada su aparente carencia de moral, e ir contra esta tendencia señalando la incapacidad de la moral de la magnanimidad para obtener los resultados económicos que se pretenden alcanzar.

Para continuar leyendo el artículo acceda aquí a la Revista Digital Orden Espontáneo de Octubre del 2011 donde el mismo fue publicado.

* Publicado en The Freeman, Julio/Agosto 2011, Volumen: 61, Nº 6. Versión original en inglés accesible en:
http://www.thefreemanonline.org/featured/the-economics-of-caring-and-sharing/. Traducido por Mario Šilar.

El Mercado y la Naturaleza

febrero 7, 2011

Por Fred L. Smith Jr

Muchos medioambientalistas están insatisfechos con los récord ambientales de las economías libres. El capitalismo, dicen, es un sistema derrochador, culpable de la explotación de los escasos recursos de la Tierra en un vano intento de mantener un estándar de vida que es insostenible. Estas acusaciones, lanzadas bajo la consigna de “desarrollo sustentable,” no son nuevas. Desde que Malthus hiciera sus extremas predicciones sobre las perspectivas de hambre mundial, Occidente ha sido constantemente prevenido sobre el abuso de sus recursos y de que pronto carecerá de algo, si no de todo. Los expertos del S. XIX, como W. S. Jevons, creían que las reservas de carbón pronto se agotarían y se hubiesen sorprendido al ver que hoy aún restan más de 200 años de reservas. Algunos “expertos” madereros estadounidenses estaban convencidos de que los bosques norteamericanos serían pronto un recuerdo. Estarían igualmente conmocionados por la reforestación del Este de Norteamérica – reforestación que ha sido producto del mercado y no de la austeridad ordenada por el gobierno.

En las últimas décadas, las predicciones generadas por computadora del Club of Roma gozaron de una breve popularidad sosteniendo que pronto todo desaparecería. Afortunadamente, la mayoría reconoce ahora que dichas simulaciones computarizadas y su enfoque estático de la oferta y demanda de recursos, no guardan relación con la realidad. Sin embargo, estos modelos han regresado, especialmente en el libro Más allá de los Límites del Crecimiento (Beyond the Limits ) y están disfrutando de su recuperada fama. El asunto del agotamiento de los recursos se ha convertido en un tema recurrente en la publicación anual de Worldwatch, Estado Mundial (Este libro es, de los que conozco, el único libro catastrófico en la historia que publicita su siguiente edición.). Hoy, los teóricos del desarrollo sustentable, desde Herman Daly del Banco Mundial, y Maurice Strong de ONU, hasta el vicepresidente estadounidense Albert Gore y el canadiense David Suzuki, parecen seguros de que, al fin, se probará que Malthus tenía razón. Fue esta perspectiva ambiental la que se expuso en la “Cumbre para la Tierra” organizada por la ONU en Rio de Janeiro en 1992. Esta conferencia, de gran alcance y facultades, fue el primer paso en la campaña para convertir al medioambiente en el principio rector de las instituciones globales.

Si estas visiones son tomadas con seriedad, el futuro será, de hecho, un lugar oscuro, ya que si tales desastres están próximos, es necesaria una drástica acción del gobierno. Considere las no infrecuentes ideas de Suzuki: “Debe haber una drástica reestructuración de las prioridades de la sociedad. Eso significa que no debemos seguir dominados por las economías globales, que la idea de que debemos crecer indefinidamente ya no sirve, que debemos trabajar, no hacia el crecimiento cero, sino hacia el crecimiento negativo.” Por primera vez en la historia mundial, se les pide a los líderes de las naciones desarrolladas que den la espalda al futuro. Las políticas resultantes podrían ser desastrosas para toda la humanidad.

El Desafío Ambiental

El mundo efectivamente enfrenta un desafío para proteger los valores ecológicos. Más allá de los grandes logros obtenidos en mucha áreas, muchas preocupaciones ecológicas subsisten. El peligro de extinción del elefante africano, el aire de Los Ángeles, las laderas de las montañas de Nepal, las tres millones de muertes infantiles en el mundo a causa de enfermedades transmitidas por el agua, y el destrozo de la selva brasileña, todas zonas extremas donde los problemas persisten y se requieren soluciones innovadoras.

Los teóricos del desarrollo sustentable sostienen que estos problemas provienen de “fallas del mercado”: la incapacidad del capitalismo de responder adecuadamente a los temas medioambientales. Los defensores del libremercado sugieren que estos problemas no son resultado de las fuerzas del mercado, sino más bien de su ausencia. El mercado ya juega un papel crítico en la protección de esos recursos privatizados y por los cuales la intervención política es mínima. En estas instancias hay prácticas sustentables genuinas. Por lo tanto, quienes se preocupan por proteger el medioambiente y asegurar la prosperidad humana deberían buscar la expansión del capitalismo a través de la extensión de los derechos de propiedad al rango más amplio que sea posible de recursos naturales. Nuestro objetivo debería ser la reducción de la intervención política en ambos ambientes, el humano y el natural, no su expansión.

La gestión privada de los recursos naturales es un medio poderoso para lograr sustentabilidad. Sólo la gente puede proteger al medioambiente. Las políticas no afectan nada per se. Si los acuerdos políticos fallan al incentivar a los individuos a jugar un papel activo, pueden dañar más de lo que podrían ayudar. Hay decenas de millones de especies de plantas y animales que merecen sobrevivir. ¿Podemos imaginar que los 150 y tantos gobiernos en el planeta –muchos de los cuales se desempeñan pobremente con sus responsabilidades humanas– podrán afrontar con éxito tan colosal tarea? Por otro lado hay más de cinco mil millones de habitantes en la Tierra. Con libertad de comprometerse en una administración privada, el desafío se torna alcanzable.

El Desarrollo Sustentable y sus Implicancias

La frase desarrollo sustentable sugiere un sistema de administración de los recursos naturales que es capaz de suministrar un equivalente o un aumento de su rendimiento a lo largo del tiempo. Como concepto es extremadamente indefinido, con frecuencia apenas más que una obviedad. ¿Quién, después de todo, prefiere un desarrollo no sustentable? La definición básica promovida por Gro Harlem Brundtland, ex Primer Ministro de Noruega y participante destacado en la Cumbre para la Tierra, es igualmente imprecisa: “El desarrollo sustentable es una idea de disciplina. Significa que la humanidad debe asegurarse de que al cubrir sus necesidades presentes no comprometa la capacidad de las futuras generaciones de hacer lo propio.”

En este sentido, la sustentabilidad requiere que mientras los recursos se consuman ocurra una de estas tres cosas: que se descubran o desarrollen nuevos recursos; que se traslade la demanda a recursos más abundantes; o que nuevos conocimientos nos permitan cubrir esas necesidades a partir de una base de recursos menor. Es decir, en tanto los recursos disminuyen, deben ser renovados. Muchos asumen que el mercado es incapaz de conseguir este resultado. Un registro histórico inmenso sugiere exactamente lo opuesto.

Efectivamente, para muchos “expertos” medioambientalistas, muchos de los problemas actuales reflejan las fallas del mercado para considerar los valores ecológicos. Esta explicación de falla del mercado es aceptada por gran variedad de eruditos políticos de todas las líneas ideológicas, desde Margaret Thatcher hasta Earth First! El caso parece claro. El mercado, después de todo, es miope y su único interés es obtener beneficios inmediatos. Los mercados subvaloran la biodiversidad y otras cuestiones ecológicas no captadas fácilmente en el ámbito de su ejercicio. El mercado ignora los efectos generados fuera de sí, las famosas externalidades, como la contaminación. Ya que el mercado falla en estas áreas críticas medioambientales, según argumentan, es necesaria la intervención política. Esa intervención debe ser cuidadosa, reflexiva, incluso científica, pero la lógica es clara: aquellas áreas de la economía con impacto ambiental deben estar políticamente controladas. Siendo que, de cualquier forma, cada decisión económica tiene algún efecto medioambiental, el resultado es un esfuerzo por regular la actividad humana en su totalidad.

Por lo tanto, sin haber tomado ninguna decisión deliberada, el mundo camina decisivamente hacia la planificación central más por motivos ecológicos que económicos. El Protocolo de Montreal sobre clorofluorocarbonos, la convención internacional sobre cambio climático, la propuesta convención sobre biodiversidad, y el espectro total de asuntos tratados en la Cumbre para la Tierra –todos son indicativos de la urgencia por politizar las economías mundiales. Es una lástima, ya que la planificación ecológica centralizada tiene pocas chances de darnos un mundo más verde.

Repensar el Paradigma del Fracaso del Mercado

El primer problema con la explicación del fracaso del mercado es que es muy demandante. En un mundo de externalidades omnipresentes –o sea, un mundo en donde toda decisión económica tiene efectos ambientales– este análisis exige que todas las decisiones económicas sean dirigidas políticamente. El mundo está recién hoy comenzando a reconocer el enorme error que conlleva la planificación económica centralizada; sin embargo, el paradigma de la “falla de mercado” defiende que nos embarquemos en un incluso más ambicioso esfuerzo de planificación ecológica centralizada. El desastroso camino de servidumbre puede ser asfaltado tan fácilmente con ladrillos verdes como con rojos.

La política medioambiental de hoy es abordada exactamente como las economías planeadas buscaban producir el trigo. A un organismo político se le asigna una tarea. Éste desarrolla planes detallados, dictamina, y los ciudadanos cumplen. Ese proceso produce algo de trigo así como las regulaciones medioambientales producen algo de beneficio. No obstante, ningún sistema cuenta con el entusiasmo y el genio creativo de los ciudadanos, y ninguno lleva a la prosperidad. De hecho, la administración política ha podido convertir la cornucopia que era el Cuerno de África en un desierto estéril, devastado por la guerra.

Que el mercado “fracase” no significa que los gobiernos “triunfarán”

Los gobiernos, después de todo, son proclives a responder a los pedidos de intereses especiales. Un proceso politico complejo con frecuencia es suelo fértil para que grupos económicos e ideológicos realicen sus planes a expensas del pueblo. La tolerancia de EEUU al carbón con alto nivel de azufe y los masivos subsidios a los híper contaminantes “combustibles alternativos” ponen este problema en evidencia. Además, los gobiernos carecen de cualquier medio para adquirir la detallada información dispersa en la economía, esencial para la eficiencia y el cambio tecnológico.

Más importante, si las fuerzas del mercado fueran la causa dominante de los problemas ambientales, entonces los altamente industrializados países capitalistas deberían sufrir de mayores problemas que sus contrapartes con administración centralizada. Esta fue una vez la creencia general. La Unión Soviética, se sostenía, no tendría contaminación a causa de que la ausencia de propiedad privada, del incentivo de la ganancia, y el autointerés individual eliminarían los motivos para dañar el medioambiente. La apertura de la Cortina de Hierro destruyó este mito al mostrar que los más aterradores horrores ecológicos jamás concebidos eran parte de la realidad comunista. La falta de derechos de propiedad y motivación de beneficios desalentó la eficiencia, poniendo a los recursos naturales bajo una gran exigencia. El resultado fue un desastre ambiental.

Falla el mercado –O fallamos nosotros al no permitir que actúe?

John Kenneth Galbraith, un declarado promotor de las políticas económicas estatistas, inadvertidamente sugirió un nuevo abordaje a la protección del medioambiente. En un discurso comúnmente citado notó que los Estados Unidos son un país en el que los jardines y casas eran lindos y en el que las calles y los parques eran sucios. Galbraith luego pasó a sugerir que se nacionalizaran los jardines y casas. Para aquellos de nosotros que creemos en los derechos de propiedad y en la libertad económica, la lección obvia es la contraria.

Los ecologistas de libremercado buscan la forma de ubicar estas propiedades al cuidado de individuos o grupos interesados en su conservación. Este abordaje, por supuesto, no significa que los árboles deban tener personría jurídica, sino más bien un llamado a asegurar que detrás de cada árbol, corriente, lago, cuenca atmosférica, y ballena se encuentren uno o más propietarios que pueden y quieren cuidarlo y criar dichos recursos.

Considere el peligro de extinción del elefante africano. En la mayor parte del continente, el elefante es controlado como una vez lo fue el búfalo americano. Sigue siendo una recurso político. Los elefantes son generalmente vistos como la herencia común de todos los habitantes de estas naciones, y son, por lo tanto, protegidos políticamente. La estrategia de administración de la “propiedad común” que están utilizando Kenia y en otros lugares en el Este y Centro de África ha sido comparada y contrastada con las experiencias de otras naciones, por ejemplo Zimbabwe, que en años recientes se ha dedicado con determinación a transferir los derechos de propiedad de los elefantes a los consejos tribales. Las diferencias son abismales. En Kenia, y en toda África Oriental y Central, la población de elefantes ha caído en más del 50 por ciento en la última década. Por otro lado, la población de elefantes en Zimbabwe se ha elevado velozmente. Como con el castor en Canadá, un programa de conservación a través del uso que se apoya en la unión de los intereses del hombre y el medioambiente tiene éxito donde la administración política ha fallado.

El mercado y la sustentabilidad

Los profetas de la sustentabilidad han consistentemente predicado un fin de los recursos abundantes del mundo, mientras que los defensores del libre mercado apuntan al poder de la innovación –innovación que es alentada en el mercado. Considere las experiencias de la agricultura. Desde 1950, las plantas y razas animales mejoradas, la amplia disponibilidad y variedad de agroquímicos, las técnicas de agricultura innovadoras, la irrigación expandida, y los mejores productor farmacéuticos se han combinado todos para provocar una expansión masiva de suministro mundial de alimento. Eso no era lo esperado por quienes hoy luchan por el “desarrollo sustentable.” Lester Brown, en su publicación malthusiana de 1974 de la marca de productos orgánicos Bread Alone, dijo que pronto se detendría el crecimiento de la producción de granos. Desde aquel día, la producción de arroz en Asia se ha elevado casi 40 por ciento, un crecimiento aproximado de 2.4 por ciento anual. Este crecimiento es similar al del trigo y otros granos . En los países desarrollados es el superávit de alimentos, y no la escasez, el problema más importante en el presente, mientras que las instituciones políticas siguen obstruyendo la distribución de comida en gran parte del tercer mundo.

La gran comprensión y habilidad del hombre para trabajar con la naturaleza han posibilitado lograr una vasta mejora en las provisiones mundiales, para mejorar enormemente los niveles nutricionales de una mayoría de la gente en el mundo, a pesar del rápido crecimiento demográfico. Además, esto se ha conseguido mientras se reduce la presión al medioambiente. Alimentar a la población mundial actual a los niveles nutricionales actuales usando la producción de 1950 requeriría el arado adicional de más de 2,5 miles de millones de hectáreas, casi triplicando la demanda de tierra para la agricultura (ahora en 1,5 miles de millones de hectáreas). Esto con seguridad se realizaría a costa de la utilización de tierras pertenecientes a hábitat naturales o para otras aplicaciones.

Además, esta mejora en agricultura ha sido seguida por mejoras en la distribución y almacenamiento de los alimentos, una vez más, fomentadas por las fuerzas naturales de los procesos del mercado y el “incentivo de ganancias” deplorado por tantos medioambientalistas. Los envoltorios han bajado el deterioro de alimentos, reducido el daño por el traslado, extendido la vida en góndola, y expandido las regiones de distribución. El plástico y otros envoltorios junto con el ubicuo tupper han reducido aún más el desperdicio. Como podía esperarse, Estados Unidos usa más envoltorios que México, pero el envoltorio adicional resulta en una reducción enorme del desperdicio. En promedio, una familia mexicana desecha 40 por ciento más por día. Los envoltorios a menudo eliminan más desechos de los que crean.

A pesar de que el capitalismo ha producido más innovaciones amigables para el medioambiente que cualquier otro sistema económico, quienes abogan por el desarrollo sustentable insisten en que este proceso esté guiado por los benevolentes oficiales del gobierno. Que esfuerzos como el proyecto de combustibles sintéticos de fines de los 70s en Estados Unidos han resultado en fallas lamentables, casi nunca es tenido en cuenta. Es llamativa la cantidad de participantes en la Cumbre para la Tierra de la ONU que parecen completamente ciegos a la realidad histórica.

En el libremercado, los emprendedores compiten en el desarrollo de medios eficientes y de bajo costo para resolver los problemas contemporáneos. La promesa de un beneficio potencial, y la libertad de ir tras él, siempre provee el incentivo para construir una trampa mejor. En economías planificadas, este incentivo para la innovación no puede ser nunca tan fuerte, y la capacidad para reubicar recursos para lograr medios de producción más eficientes siempre está contenida.

Esta confusión también se ve reflejada en la nueva moda medioambiental: reducción de desperdicios. Con el típico fervor ideológico, un llamado a incrementar la eficiencia en el uso de los recursos se convierte en un llamado a utilizar menos de todo, sin importar el costo. Menos, se nos dice, es más en términos de beneficio medioambiental. Pero ni el reciclaje ni la disminución en el uso de material o energía son algo positivo per se, incluso cuando se juzga meramente en el ámbito ecológico. Reciclar papel generalmente conduce al aumento de la contaminación del agua, incremento de la energía utilizada y, en Estados Unidos, en realidad desalienta la reforestación. Ordenar combustible de mayor rendimiento reduce el tamaño y peso de los automóviles, que luego a consecuencia reducen su resistencia al impacto e incrementan los accidentes fatales. Las políticas ambientales deben ser juzgadas por sus resultados y no sólo por lo que las motiva.

Superando la escasez

Los medioambientalistas se enfocan más en fines que en procesos. Esto sorprende dada su adherencia a la enseñanza ecológica. Su obsesión con las tecnologías y los patrones actuales de uso del material refleja una falla en la comprensión del funcionamiento del mundo. Los recursos que la gente necesita no son químicos, fibra de madera, cobre, o el resto de los recursos de interés para la escuela del desarrollo sustentable. Demandamos vivienda, transporte, y servicios de comunicación. Cómo responder a esa demanda es un resultado derivado, basado en las fuerzas competitivas –fuerzas que responden sugiriendo nuevas maneras de satisfacer necesidades viejas así como la habilidad de satisfacerlas en las formas tradicionales.

Considere, por ejemplo, los miedos expresados en los primeros años de postguerra de que el cobre se acabe. El cobre es el fluido vital del sistema de comunicación mundial, esencial para conectar a la humanidad a lo largo y ancho del planeta. Extrapolaciones sugirieron problemas y el precio del cobre escaló en consonancia. ¿El resultado? Nuevas Fuentes de cobre en África, Sudamérica, e incluso en EEUU y Canadá. Ese asunto también indujo a otros a revisar nuevas tecnologías, un esfuerzo que resultó en los cables de fibra óptica, en rápida expansión en el presente.

Estos cambios habrían sido vistos como milagrosos si no fuesen hoy moneda diaria en las industrializadas y predominantemente capitalistas, naciones del mundo. La información reunida por Lynn Scarlett, de la Fundación Reason, indicó que un sistema que requiere, por ejemplo, 1.000 toneladas de cobre puede ser reemplazado por escasos 25 kilogramos de silicio, el componente básico de la arena. Además, el sistema de fibra óptica tiene la capacidad de portar 1.000 veces la información del antiguo cable de cobre. Los rápidos aumentos de la tecnología de la comunicación son también provocados por la búsqueda de un reemplazo al petróleo ya que la comunicación electrónica reduce la necesidad de viajar o trasladarse diariamente a la oficina. La creciente tendencia del teletrabajo no fue soñada por algún ecologista utópico planificador, sino un fruto natural de los procesos del mercado.

Es esencial entender que los recursos materiales son, en y por sí mismos, sumamente irrelevantes. Es la interacción del hombre y la ciencia la que crea los recursos: la arena y el conocimiento se convierten en fibra óptica. La humanidad y sus instituciones determinan si comemos o morimos. El aumento del control político sobre los recursos físicos y las nuevas tecnologías sólo acrecienta las posibilidades de hambruna.

Equidad inter-generacional

El capitalismo es finalmente atacado en base a su supuesta insustentabilidad por su fracaso en salvaguardar las necesidades de generaciones futuras. Sin intervención política, dicen, el capitalismo dejaría un planeta estéril a sus hijos. Así, concluyen, la equidad inter-generacional exige que la política intervenga. Pero ¿son válidas estas críticas?

Los capitalistas se preocupan por el futuro porque se interesan por los balances actuales. Las economías de mercado han creado instituciones notables –el mercado de bonos y valores, por ejemplo– que responden a cambios en las políticas en ejercicio que afectarán valores futuros. Una firma que malgasta su capital o baja sus estándares de calidad, una tienda de mascotas que maltrata a su stock, una mina que reduce gastos en mantenimiento, un agricultor que permite la erosión –todos verán caer el valor de sus activos capitales. Los más especializados investigadores dedican grandes esfuerzos por descubrir los cambios en las prácticas administrativas que puedan afectar valores futuros; las firmas inversionistas pagan muy bien a los analistas de futuros para examinar estos temas.

Por supuesto que los mercados no pueden prever todas las eventualidades, ni tampoco consideran las consecuencias cientos de años adelante. Sin embargo, considere el horizonte temporal de los políticos. Ellos, al menos en Estados Unidos, se preocupan por una sola cosa: ser reelegidos, un proceso que les brinda, como sumo, un horizonte temporal de dos a seis años. La infraestructura políticamente administrada es invariablemente descuidada; los fondos para nuevas rutas son más atractivos que las pequeñas sumas utilizadas para reparar baches; los bosques nacionales son peor mantenidos que los privados; la erosión es mucho más grave en tierras públicas que en las privadas. Si el libremercado es miope en su visión del futuro, entonces el proceso político lo es incluso más. Es, por lo tanto, el libremercado quien mejor garantiza que habrá suficiente para el futuro.

Paradigmas enfrentados

Las perspectivas alternativas sobre la política medioambiental –libremercado y planificación centralizada–difieren .radicalmente. Una se apoya en el ingenio individual y libertad económica para encauzar la naturaleza progresiva de las fuerzas del mercado. La otra descansa en la manipulación política y la coerción gubernamental. Estas aproximaciones son antitéticas. Hay poca esperanza en el desarrollo de una “tercera vía.” No obstante ha habido poco debate en cuál de ellos es más promisorio en el enriquecimiento y la protección del medioambiente. La alternativa política ha sido adoptada a gran escala en todo el mundo, con más fracaso que éxito, mientras que los intentos de utilizar la alternativa del libremercado han sido muy pocos.

De todas formas hay numerosos casos en los que la propiedad privada ha sido usada para complementar y suplementar las estrategias políticas medioambientales. Un excelente ejemplo es un caso en Inglaterra en la década de 1950 en el que un club de pesca, el Pride of Derby, pudo entablar una demanda contra una fuente contaminante ubicada aguas arriba por traspasar la propiedad privada. Incluso la contaminación emitida por un municipio en la misma zona fue resuelta. Esta posibilidad de ir contra las fuentes contaminantes que cuentan con la preferencia política es muy inusual en donde la administración política controla los recursos.

En esencia, la división entre los medioambientalistas estatistas y partidarios del libremercado está en una diferencia de visión moral. Los ecologistas del libremercado imaginan un mundo en el que el hombre y la naturaleza viven en armonía, ambos beneficiándose de su interacción. El otro enfoque, que domina al establishment medioambiental, cree en una forma de apartheid ecológico por el cual el hombre y la naturaleza deben permanecer separados, protegiendo así al medioambiente de la influencia humana. De esta postura emerge el ímpetu por establecer zonas salvajes donde el humano no pueda transitar y un fervor cuasireligioso para ponerle fin a todo impacto humano en la naturaleza.

De esta manera ve el establishment medioambiental la contaminación –el desecho humano– como un mal que debe ser eliminado. Ese desperdicio es un inevitable subproducto de la existencia humana y es de importancia secundaria. Para los ecologistas que suscriben a esta ideología, nada, menos la desaparición de la civilización, bastará para proteger la tierra.

La postura a la que los ecologistas de libremercado adhieren es algo distinta. No todo desperdicio es contaminación, sino sólo aquél que uno traslada involuntariamente. Por lo tanto es contaminación desechar basura en el jardín del vecino, pero no es contaminación almacenarla en la propiedad personal. La transferencia voluntaria de desperdicio, quizás del industrial al operador de un basurero o a una instalación de reciclaje, es simplemente otra transacción comercial.

Conclusión

La Cumbre para la Tierra de Naciones Unidas analizó un tema de suma importancia:

¿Qué pasos deben tomarse para asegurar que los valores económicos y ecológicos armonicen? Desafortunadamente, la Cumbre para la Tierra fracasó en presentar dicho programa, y optó en su lugar por profundizar en los defectuosos argumentos para la planificación ecológica centralizada.

El mundo enfrenta una fatídica decisión en cuanto a cómo proceder: extendiendo la amplitud de la acción individual a través de un sistema de derechos de propiedad y defensa legal acorde con tales derechos o extendiendo el poder del Estado para proteger estos intereses como responsable directo. En esa elección debemos aprender de la historia. Gran parte del mundo está recién ahora saliendo, tras décadas de esfuerzo para alcanzar bienestar económico a través medios centralizados y mejorar el bienestar de la humanidad por medio de la restricción de la libertad económica, la expansión del poder del Estado, para probar que las fuerzas del mercado no son adecuadas para proteger el bienestar de la sociedad. Ese experimento ha sido un claro fracaso en libertades civiles y económicas e incluso para la ecología. La planificación económica centralizada era un sueño utópico; se convirtió en una pesadilla real.

Hoy, el establishment ecológico internacional parece ansioso de repetir este experimento en la esfera ecológica, aumentando el poder del Estado, restringiendo la libertad individual, seguro de que las fuerzas del mercado no pueden proteger adecuadamente la ecología. Sin embargo, como he esbozado rápidamente aquí, este argumento es imperfecto. Donde sea que los recursos hayan sido protegidos de forma privada, resultaron serlo más exitosamente que en sus contrapartes administradas políticamente –sea que hablemos de los elefantes en Zimbabwe, las corrientes de salmón en Inglaterra, o los castores en Canadá. Donde dichos derechos fueron suprimidos o retirados, los resultados han sido menos afortunados. Extender los derechos de propiedad a la máxima cantidad de recursos hoy desprotegidos, hoy dejados huérfanos en un mundo de propiedades resguardadas, es un desafío sobrecogedor. Serán necesarios acuerdos legales creativos y nuevas tecnologías para proteger los océanos y la atmósfera , pero esas tareas pueden resolverse si nos involucramos. Los obstáculos a la planificación central son insuperables. Nunca podremos satisfacer la necesidad de información centralizada y sistemas integrales de control para obligar a la población mundial a actuar con altas restricciones ni la de responsables omniscientes para elegir entre tecnologías.

La planificación ecológica centralizada no puede cuidar al medioambiente, pero puede destruir nuestras libertades civiles y económicas. La apuesta es demasiado alta para permitirle al mundo embarcarse en esta dirección. El medioambiente puede ser preservado, y los habitantes del mundo pueden seguir alcanzando nuevas cotas de prosperidad, pero es vital entender que la administración política no es la forma adecuada. En su lugar, los líderes del mundo deberían seguir el camino de las naciones emergentes de Europa del Este y abrazar la libertad política y económica. En el análisis final el libre mercado es el único sistema de auténtico desarrollo sustentable.

Artículo publicado en la Revista Digital Orden Espontáneo de diciembre de 2010.